El autor relata su
inquietante experiencia como guía en una cumbre que se ha cobrado cerca de 500
muertos
El guía argentino Tomi Aguiló y su clienta Elisa recorren el camino entre
la cima suiza y la italiana. Ó. G.
Zermatt (Suiza) 22 AGO 2019 - 17:07 CEST
El guarda del refugio Hörnli, a los pies de la vertiente suiza del
Matterhorn (Cervino para los italianos), custodia la
puerta de salida con los brazos cruzados. Nadie puede salir hasta que el reloj
marque las 4.50 de la madrugada. Frente a él, algo más de 30 guías de alta
montaña y sus respectivos clientes aguardan en un clima de tensión. Guiar la
arista Hörnli es un trabajo único en el mundo del alpinismo. Visto desde la
lejanía, el Cervino (4.478 metros) es la montañaperfecta, soñada, cuatro aristas bien
definidas que convergen en su cima, una invitación estética cuyo atractivo
sigue siendo irresistible. Pero una vez que uno pone sus pies en la montaña,
comprueba horrorizado que se trata de un lugar sumamente peligroso, una
escombrera de roca descompuesta donde los peligros objetivos resultan casi
insoportables. Se han registrado tantos accidentes en esta montaña —unos 500
muertos— que los guías suizos decidieron organizar el tráfico… a su manera.
Las reglas son: todo el que desee escalar la montaña debe pasar por el
refugio Hörnli y, después de pagar 150 euros por cenar, dormir y desayunar, ser
muy obediente. No se sirve el desayuno hasta las 4.30 de la madrugada, todos
completamente vestidos y con el arnés colocado. A diferencia de en la cena,
apenas se escucha un murmullo mientras el café y el té circulan por las mesas.
Las puertas se abren a las 4.50, pero únicamente para los guías suizos, que
eligen, incluso, quién será el primero. Diez minutos después se volverá a abrir
la puerta para que salgan el resto de guías: italianos, españoles,
norteamericanos, ingleses, checos… Los últimos serán alpinistas independientes. Cada guía puede
conducir solo a un usuario. Estamos ya en fila india, atados con la cuerda a
nuestro cliente. El mío se llama Fernando, ecuatoriano de 32 años, y apenas
tres días atrás compartimos la cima del Mont Blanc. Forma parte de un grupo de ocho
clientes ecuatorianos para los que hemos trabajado cuatro guías. De los ocho,
solo cuatro deseaban enfrentarse al Cervino así que, en una Babel improvisada,
estamos dos guías de Ecuador, uno de la Patagonia argentina y yo mismo.
Frustración previsible
Mientras vigilo con un ojo la apertura de la puerta, recuerdo las palabras
de Joshua Jarrin la noche antes de partir hacia el Mont Blanc. Joshua es el
guía que ha organizado junto a la agencia Kuntur esta salida, y se ve en la
obligación de aclarar ciertos aspectos: anuncian mucho viento en altura, puede
que nadie logre alcanzar la cumbre, así que anticipándose a la previsible
frustración de sus clientes evoca un principio muy simple: “Recuerden que lo más
importante es regresar vivos, pasarlo bien, y si es posible alcanzar la cima.
Siempre en este orden”.
Hace apenas una semana, un guía y su
cliente murieron en la arista Hörnli cuando el bloque de roca al que estaba
fijada la cuerda por la que progresaban se desprendió. Algo tan improbable como
caer en una zanja descomunal cuando uno conduce su coche por la autopista.
Nadie está a salvo de estos accidentes. Dos imágenes se alternan en mi cabeza
mientras miro el reloj, nervioso: la salida de los toros en los sanfermines, y la apertura de las compuertas en las barcazas norteamericanas antes de
saltar a una playa normanda. Con los cascos, las lámparas frontales y las
mochilas con sus piolets, parece que vamos a la guerra. “Tenemos unos 10 minutos de marcha hasta el
inicio de la arista y es fundamental que no perdamos ni una posición. Tenemos
que volar. Ya descansaremos en el atasco de las primeras cuerdas fijas”, repito
una vez más. Nunca sé si los clientes son conscientes de ciertos peligros, del
enorme compromiso compartido en montañas de estas características. A veces,
temo que crean que, en compañía de un guía, nada puede ocurrirles. Yo sé que
las rocas que caen al azar no distinguen entre guías y clientes. Por eso
llevaba años rechazando trabajar en este lugar. Pero no son solo las rocas que
caen porque sí: muchas veces son las cordadas las que lanzan proyectiles a los
que circulan por debajo, y en esta montaña estamos cerca de 100 personas al
mismo tiempo.
Sabiendo esto, las reglas de los suizos están diseñadas para su protección:
no quieren que nadie escale por encima de ellos, a sabiendas de que cuantos más
alpinistas tengan sobre sus cabezas, más posibilidades existen de recibir un
desprendimiento provocado por otra cordada. “Es muy sencillo: los suizos
primero y la basura después”, resume Pierre, un guía francés que no disimula lo
mucho que le asquea esta política. Es el signo de los tiempos: las montañas
icónicas se privatizan, desde el Cervino al Mont Blanc, pasando por el Everest.
Y aquí se mezclan los intereses económicos con las normas de seguridad. Muchos
guías ni siquiera sabemos cómo manejar tal incongruencia: formamos parte de
esta bárbara comercialización de la montaña. Sin nuestro trabajo, puede que
estas montañas no se masificasen jamás y, desde luego, pocos guías disfrutan de
esta forma antinatural de practicar el alpinismo. Pero se gana dinero, 1.200
euros por guiar en el Cervino. Puede parecer una suma enorme, pero ¿cuánto vale
una vida? ¿Por qué asumir este riesgo? Todos los alpinistas son optimistas
irredentos: ninguno piensa que va a sufrir un accidente. Solo este pensamiento
simplista explica que guías y clientes se expongan de tal forma.
Encendemos las frontales y salimos a la carrera al frío exterior. Nos
separan 1.200 metros de desnivel de la cima. No hemos hecho la digestión y la
altura nos hace jadear. Volvemos a hacer cola: los primeros metros de la vía
son totalmente verticales, y existe una maroma de cuerda para tirar de ella y
progresar. Los guías tiran con energía de la cuerda, tratan de recuperar el
tiempo que perderán sus clientes, menos acostumbrados a este tipo de
ejercicios. Una cordada trata de evitar la cola, hasta que un guía italiano
sujeta al primero y le recuerda las normas. Se discute. La tensión se refleja
en la cara de Fernando, así que trato de distraerle explicándole la mejor forma
de remontar la cuerda fija. Es mi turno y es liberador. Escalo 20 metros y
tenso la cuerda de nueve milímetros de grosor que me une a Fernando. Cuando me
alcanza vuelvo a salir de inmediato y enseguida estamos solos, sin lámparas
frontales a la vista. La ruta zigzaguea de un lado a otro y sé que ha empezado
una pugna contra el reloj.
Fernando es muy resistente y mentalmente
fuerte, pero su motor es diésel. Para añadir estrés a la situación, debemos
estar a las 16.20 en la puerta del último teleférico, de lo contrario deberá
pagar 300 euros de refugio y media jornada de trabajo para su guía. Pero la
realidad es que cuanto más tiempo permanezcamos en la montaña, más
posibilidades tenemos de sufrir un accidente. En esta ruta, apenas se camina.
Se progresa trepando, usando pies y manos, y cuanto más ascendemos, más
verticalidad presenta la montaña. En el último tercio de la vía aparecen de
nuevo cuerdas fijas para salvar las principales dificultades. Avanzo
obsesionado con adelantar cuantas más cordadas mejor. A 4.000 metros se
encuentra el vivac Solvay, un diminuto refugio diseñado para acoger
emergencias. Los guías suizos suelen darse la vuelta en este punto con sus
clientes si tardan más de dos horas y media en llegar. Es un proceso de
selección severo, porque obliga a los participantes menos fuertes a sufrir un
calvario para cumplir el horario. Muchas veces, llegan en hora, pero tan
cansados que apenas pueden seguir.
Si caigo, caemos los
dos
Sé que Fernando no puede correr, así que en su lugar corro yo, buscando los
pasos más sencillos y adelantándome unos metros para tensar la cuerda y
ayudarle. Estamos juntos en esto, pero si yo me caigo, nos vamos los dos. A
cambio, cada guía confía en su técnica y en su experiencia para detener la
caída de un cliente.
Las caídas indiscriminadas de rocas son otra cuestión. Miramos de reojo el
amanecer, apagamos las lámparas frontales y apenas paramos para beber un sorbo
de agua. Dos horas y 40 minutos desde nuestra salida estamos en Solvay, donde
dos guías y sus clientes esperan que se despeje el camino para abandonar.
Conozco a uno de los guías y me explica en castellano que su cliente,
norteamericano, ha llegado fundido. Fernando se ha quitado el casco y se seca
el sudor con una pequeña toalla. Los dos guías me interrogan con la mirada. Sí,
creo que vamos a hacer cima. Queda la parte más técnica de la ruta. Consigo
separarme un poco de la arista para adelantar a cuatro cordadas, un pequeño
triunfo que me reconforta: ocho personas menos sobre nuestras cabezas.
Los primeros en alcanzar la cima descienden ya, nos cruzamos en lugares
sumamente aéreos y verticales, haciendo equilibrios para no empujarnos los unos
a los otros. El hielo se mezcla ahora con la roca, y sacamos piolets y
crampones. Nos atascamos un poco en las cuerdas fijas, pero la cima está a
mano. Cruzamos felicitaciones con los amigos que bajan a la carrera.
El Cervino tiene dos cimas: la suiza y la italiana. Nos quedamos en la
primera y emprendemos el descenso. Hemos invertido hasta aquí cinco horas y
diez minutos. Nos costará lo mismo regresar al refugio. “Venga, venga”, repito
como un mantra. Fernando destrepa las partes más sencillas encarando el
tremendo vacío, mientras tenso la cuerda para darle confianza. En los resaltes
más verticales le descuelgo para ganar tiempo, pero no ganamos ni un segundo:
impresionado, no escucha mis indicaciones, se bambolea, se desequilibra y se
asusta aún más. Le grito una vez más las pautas y él me grita de vuelta. Miro
con aprensión el terreno, las cordadas que aún discurren por encima. He visto a
muchos clientes agotados, sin apenas reflejos, y temo que nos tiren un bloque
de roca. Tenemos que salir de aquí. Hacemos las paces en una repisa, repito las
consignas y arrancamos de nuevo. Más tarde, Fernando me confesará que, más que
cansado, estaba aterrado, incapaz de moverse con soltura. Un grito me alerta, y
enseguida veo de reojo dos bloques en caída libre a unos 20 metros a nuestra
derecha. Empujo a Fernando bajo un pequeño techo y me encojo. Nos ha avisado el
otro guía español que estaba en la montaña. Agradecidos, seguimos perdiendo
altura, con el refugio a la vista pero nunca más cerca.
Cuando al fin pisamos la base de la montaña, salimos disparados hacia el
refugio, recogemos todo y volamos hacia el teleférico. Tenemos una hora para
llegar. Me disculpo ante Fernando por el estrés al que le he sometido y le
pregunto por la experiencia. “Me ha gustado la montaña, pero el estrés es tan
brutal que… nunca más”. Por muy buenas que sean las formas, en estas
circunstancias los guías torturamos a los clientes, presionándoles para que
avancen, para que corran por el bien de ambos. Puede que sea legítimo, pero
resulta violento, cruel y, desde luego, no es la forma soñada de practicar
montañismo.
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